[caption id="attachment_50570" align="alignnone" width="750"] Centauros del Desierto[/caption]TCM es una cadena de television privada de propiedad original estadounidense y especializada en pelídulas de calidad. Los que disponemos de Movistar tenemos acceso a ella sin dificultades de conexión y eso, junto con la calidad de las películas que ofrecen, hace que me conecte muy a menudo con este canal aunque tengo que confesar mi gusto por series mediocres, de esas que uno puede seguir en TVE a veces durante años, con personajes caricaturescos y actores y actrices a veces ya consagrados y a veces con un futuro que acaba cuajando.
Estas series mediocres hay veces que me cogen durante épocas largas y me sirven para conversaciones de metro o de café en el trabajo. Esto no es trivial, pero nada tiene que ver con algunas películas que puedo atrapar de vez en cuando precisamente en TCM y en competencia con una de esas series de las que hablaba o incluso con esas otras series que ahora proliferan cada día en una productora distinta y que están comenzando a vencer en audiencia o influencia social a los mismísimos largometrajes con los que mi generación se ha hecho joven, mayor y vieja.
Ayer me quedé pasmado cuando me he dí cuenta de que en TCM tenía acceso a tres películas seguidas que, junto con algunos amigos, nunca olvidaremos pues son cruciales en nuestra vida y, me atrevería decir, que contribuyeron con sus palabras, su sonido y su color, a hacer de cada uno de nosotros, o al menos de mí, lo que llegamos a ser. Las mencionaré antes de tratar de recuperar en ellas lo que hay todavía en mí. En primer lugar pude rever Gigante, de Georges Stevens, de 1956, y con James Dean, Elizabeth Taylor y Rock Hudson. A continuación, en ese mismo año, el gran John Ford me regaló de nuevo Centauros del Desierto, con John Wayne y Natalie Wood, aunque había sido realizada cinco años antes. Y, para terminar, me extasié por enésima vez con El Ciudadano Kane, también en los 50, aunque había sido realizada en 1941 justo al principio del cine sonoro.
Centauros del Desierto contribuyó, pienso, a conservar siempre y pase el tiempo que pasa, los sentimientos de un perdedor alrededor del cual se destruye todo su entorno y que persigue, con toda calma, la venganza ante los ganadores aunque sepa que si sus ideas y convicciones hubieran triunfado, el mundo estaría peor de lo que está. Esta especie de contradicción hace de personas como la que encarna John Wayne, seres diferentes que no pueden aspirar a convivir como los demás; sino que necesitan su soledad y sus finalidades particulares para convivir con quien sea y durante no mucho tiempo. No se puede esperar continuamente mientras se tenga pendiente la aclaración ante el enemigo del odio que se le profesa. La obligación solo está terminada cuando uno puede pronunciar, no ante nadie, sino en la mismísima soledad el «ya está» que uno busca.
Aunque Georges Stevens no es una de mis estrellas como director, esta película suya, Gigante, a pesar de una apariencia un tanto fantasiosa, en su día me hizo pensar mucho sobre el mundo en el que yo debería desenvolverme y en qué tipo de personalidad debería construirme. En cada generación los tiempos cambian y, o bien como propietario, o bien como empleado, uno debe saber si desea el cambio o preferiría permanecer siempre en el mismo grado de desarrollo. Si en la película el cambio que llega es desde la cría animal hasta la extracción de petróleo, en mi día tuve que decidirme entre dedicarme a la ingeniería o a la ciencia social o quizás a la libertad de un James Dean y ahora me siento perdido entre el mundo informático y el antiguo. Y, quizá porque estoy viejo, me siento como tal y mi «ya está» continua en mis labios aunque en esta ocasión como declaración de impotencia y sin nada que ver con misión alguna cumplida.
Y ayer finalmente me encontré ya fuera de los «ya está» y volviendo a mis antiguas nociones de contabilidad, y para tratar de medir mi nota final, contemplo la salida del mundo del «pobre» Orson Wells, un millonario disfrazado que no ha reparado en medios para conseguir lo que desea, medios nunca muy honestos o no honestos del todo y, desde luego, nada generosos. Cuando hasta los buenos amigos (como Joseph Cotten en la película) no pueden ya más con este individuo mal criado, él reconoce que nunca ha sido tan feliz, o nunca ha sido realmente feliz, más allá de su infancia cuando pensándolo bien, igual tampoco recibió todo el calor necesario.
No quiero repetirme, pero me parece obvio que el cine me ha educado y que aun hoy me obliga a reconocerme poco adaptable (aunque a veces me disfrace de lo contrario), lleno de heridas internas que no dejo cicatrizar (a pesar de que a menudo ayude a otros a hacerlo) y, sobre todo, y un caprichoso malcriado que no se suaviza el escozor de las heridas ni con la persecución de la belleza.