Eran otros tiempos y la primera vez que, de niño, atravesé la frontera de Hendaya para ir a Lourdes fue toda una aventura, no tanto por todas las muletas y bastones colgados del techo de la gruta como muestra y prueba de las curaciones milagrosas de la Virgen María, sino sobre todo por la aventura de engañar a los guardias civiles a la vuelta con el contrabando de platos duralex y coñac francés. Sin embargo no es la parte aventurero lo que más recuerdo, sino el enorme cambio ambiental que se producía en unos pocos kilómetros. Iparralde era un lugar limpio y sereno en el que la imaginación infantil se perdía muy fácilmente como si se tratara de un paraíso inalcanzable. Las casas donde vivía la gente eran preciosas y estaban limpias.
Esta pulcritud austera, sin alharacas fue una impresión que todavía conservo. Y, de hecho, es el mejor exponente de lo que considero la más digna de las formas de vivir. Es quizá por esa razón que, a menudo, incluyo en mis paseos obligados esa callecita que me lleva desde el restaurante Jai Alai hasta el Paseo de la Habana pasando por la Plaza del poeta Manuel del Palacio en la que hay dos casitas en una de las cuales debería vivir yo aunque yo no sea de Iparralde sino de Hegoalde.
y la plaza correspondiente