Revisando las entradas de este viejo blog me encuentro con que he escrito muchas veces sobre Boulder, una pequeña ciudad del Estado de Colorado en los E.U. de América en la que, en el siglo XIX, se fundó la Universidad de Colorado en la que obtuve mi doctorado en Economía el año 72 del siglo pasado. Aun a riesgo de repetirme no tengo más remedio que volver a esa ciudad universitaria para armar mi argumento reciente sobre mi cambio de vida o, mejor, de visión de la vida. Es justamente la altura de Boulder, así como el frío que hace en invierno y su cielo azul prístino lo que ha hecho que mis paseos matutinos en Madrid me traigan a la cabeza esos años al pie de las montañas rocosas justamente por este invierno que llevamos con cielo limpio y temperatura gélida con la sierra en el horizonte.
Recuerdo que en aquellos años juveniles en Boulder trabajé como un loco para alcanzar mi doctorado en el tiempo permitido por Marisa. Y lo que ahora me viene a la cabeza es que no recuerdo para qué lo hacía. Si luego llegué a ser un catedrático fue simplemente porque me dejé llevar por la corriente. Claro que aprendí bastante teoría económica, especialmente macroeconómica; pero lo que nunca podré olvidar de ese pueblo mágico fueron las caminatas matutinas desde cualquiera de las casas que ocupamos cerca del campus hasta el Departamento de Economía bajo ese cielo azul y casi transparente a 2000 metros de altura. A menos altura y, por lo tanto, con un cielo azul no tan espectacular y, como jubilado, sin ningún destino específico en Madrid he sentido algo parecido estos últimos días en el principio del invierno.
Sin embargo hay una gran diferencia. En aquel entonces no me importaba nada el futuro sino que yo daba por hecho que, de una u otra manera encontraría un medio de vida para mí y mi naciente familia. De hecho lo encontré como por casualidad, lo mismo que he encontrado todos mis otros oficios no siempre académicos. En cualquier caso mi vida ha sido la de un flâner sin ser consciente de ello. Sigue siéndolo en Madrid y lo fue en una ciudad gris como Bilbao. Como ya se sabe la cabeza de un paseante solitario se llena de ideas no siempre relacionadas entre sí. Y mi vida ha sido muy feliz justamente por esa mezcolanza intelectual sin ninguna relación con mi trabajo académico y que está en el origen de mi falta de perseverancia.
Esta mezcolanza intelectual ha vuelto a mi cabeza con el frío y el azul del cielo al que me he referido y ha hecho surgir en mí la conciencia de que he cambiado mucho. Esto ha de ser cierto pues, si bien en aquellas épocas juveniles y hasta hace bien poco tiempo, he sido un tipo con ausencia total de fines específicos o de planes para alcanzarlos, mis paseos al sol en Madrid me obligan a reconocer que, si bien es cierto que en mi vida hasta ahora lo que ha llegado ha llegado y, no se cómo, me ha arrebatado, lo que ahora ocurre es que ya no se me ofrece nada en el horizonte y que soy consciente de ello y no sabría cómo cambiar pues no espero que nada me arrebate.
Si bien siempre he creído saber que es imposible bañarse dos veces en el mismo río, ahora estoy seguro de ello y, en consecuencia, como no se me ocurre nada en mi cabeza de flâner, pienso que ha llegado mi obsolescencia, planeada por algún creador cósmico. En momentos de pesimismo me veo como un Barry Lyndon cualquiera que se limita a seguir para adelante pase lo que pase y me horroriza pensar que acabaré haciendo trampas inteligentes en los juegos de mesa o algo similar. Pero en los momentos de optimismo que me proporciona el recuerdo del cielo de Boulder pienso que esa obsolescencia programada es la que me da la oportunidad de ser único siempre que la admita, como siempre he admitido todo, por el mero placer de cambiar.