Hace un par de días asistí a una conferencia que tenía lugar en un espacio muy pequeño y, como siempre, tomé asiento en una silla muy cerca de la puerta a pesar de que había lugar de sobra para ocupar un sitio en la primera fila. Cuando he dicho «como siempre» no he dicho la entera verdad porque esa es una costumbre de las épocas en las que viajaba a menudo a Colombia.
A pesar de que mis anfitriones procuraban no dejarme nunca solo por las calles de Bogotá ni se sentían cómodos cuando me escapaba solo a cenar en algún restaurante por conocido que éste fuera. Se vieron en la necesidad de recomendarme muy seriamente que tratara de tomar asiento en una mesa en el lugar más alejado posible de la puerta de entrada con el objeto de minimizar la probabilidad de ser uno de los asistentes atracados por ladrones que, por lo visto, eran asiduos visitantes de estos restaurantes caros.
Así lo hice desde el día que me lo recomendaron y poco a poco fui aceptando este comportamiento como una costumbre que, un tanto inconscientemente, continué practicando en Madrid entre viajes a Bogotá e incluso cuando ya dejé de volar a Colombia, ese mágico país. En cualquier caso, y a pesar de que no parecía que yo necesitara vigilancia contra maleantes en Madrid, durante años no había local al que entrara y cuyo peligro no sopesara. Pero el peligro dejó poco a poco el de ser atracado y pasó en mi mente al de ser secuestrado. Y a partir de un momento dado jamás entro en cualquier lugar público sin insistir en ocupar una posición desde la que pueda huir rápidamente y sin ser notado.
Esta costumbre o manía no desaparece, sino que, más bien, se extiende a otras muchas facetas de la vida. Sí, en efecto, en todas mis relaciones sociales procuro no comprometerme mucho para sentirme libre de huir sin ser notado y sin ofender. Esto condiciona esas opiniones mías que tengo que matizar en toda ocasión o, para ser todavía mas cobarde, procuro no emitir a fin de no ofender y evitar ser ofendido. Para lo primero, no ofender, me siento alejado de la puerta de salida, o de entrada de otros, o lo que es lo mismo trato de parecer involucrado en las conversaciones pero en voz muy baja. Para lo segundo, no ser ofendido, tengo casi siempre una coartada para poder desaparecer en caso de que la situación me pudiera llevar a gritar mi opinión posiblemente ofensiva para cualquiera de los que me rodean.
Todo esto tiene un precio que se va manifestando poco a poco en una pérdida significativa de amistades y en la deriva hacia la soledad con manifestaciones evidentes como, por ejemplo, la dedicación sistemática al paseo solitario por sitios recónditos y por la lectura ya casi exclusiva de esos literatos que han pasado a la historia como caminantes imaginativos.