Al principio de la semana que hoy acaba, y que no he tenido más remedio que pasarla en Bilbao por asuntos familiares y de «negocios», asistí al Día dela Universidad, ese día en el que la universidad se mira a sí misma a través de los ojos del Rector y presume o se queja de lo que sea menester. En el caso de la Carlos III resulta que cada año presume de escalar en los rankins de las universidades en el mundo y de los premios académicos alcanzados por muchos de sus profesores. Y, así mismo, cada año se queja de la falta de presupuestos suficientes para continuar con una trayectoria como esta. Además, ese día la orquesta y el coro de la universidad no solo entonan el Gaudeamus Igitur que siempre me ha encantado, dejando así transparentar cierto conservadurismo, sino que además acompañan a los profesores doctores con sus trajes académicos, birrete incluido, en su entrada y su salida del Aula Magna y también al momento de nombramiento de los doctores Honoris Causa del curso presente.
Este año uno de estos doctores Honoris Causa era Ian McEwan, alguien al que he leído desde hace años con placer y admiración, por lo que me extrañó la escasez de asistencia al acto, así como lo reducido del tamaño de orquesta y coro. Los escasos presupuestos supongo que justifican este escaso tamaño; pero en ningún caso la ausencia de muchísimos profesores por mucho que estos se justifiquen alegando la necesidad de corregir un paper técnico que han enviado a una revista buena y que ha recibido su práctica aceptación solo a cambio de ciertas correcciones o arreglitos que no admiten demora.
Yo, a pesar de estar ya fuera del claustro, sigo disfrutando de estas formalidades, así como del cotilleo posterior sobre unos pinchos de jamón y queso. Pero esta nostalgia que me obliga a acudir no es suficiente como para no reconocer el cambio que sufre esta benemérita institución en la que, por ejemplo, es cada vez más escaso el intercambio de ideas entre profesores de diferente disciplinas empobreciendo así la experiencia.
Ya camino de vuelta me pregunto por qué sigo asistiendo a este acto anual y la respuesta que me salta a la cabeza es que mis actividades de viejo jubilado están consiguiendo que el tiempo corra cada vez más rápido para mi, de manera que no llego a aburrirme de nada. Los minutos que semana tras semana dedico a entrenamiento físico, masaje o visitas al fisioterapeuta, se me hacen cada vez más cortos. Y las horas que dedico a andar se convierten para mi sentido en paseos de 40 minutos. Podría pensarse que estas nuevas sensaciones me dejarían, al menos en mi imaginación, mucho tiempo para escribir o leer o disfrutar de la experiencia intelectual de un paseante; pero la realidad es que me angustia penando sin pensar que cada vez quedan menos segundos, cosa que ya sabía, como todo universitario de la mera lectura del himno universitario.